miércoles, 26 de enero de 2011

El Kybalión, de Hermes Trimegisto


Pienso en algún libro sobre el que pueda escribir que me represente en un momento en que estoy tan agradecida de todo, y al final me decido por el Kybalión. Es un texto corto que estuve buscando durante mucho tiempo hace un par de años, sólo porque me había dicho que lo leyera el que yo creía era el amor de mi vida. Después de recorrer todas las librerías del centro de Santiago, se me ocurrió que quizás la solución era internet. Ahí sí estaba. Accesible para todo el mundo. Gratis. "Los labios de la sabiduría permanecen cerrados, excepto para el oído capaz de comprender", fue la primera frase que leí.

Era una etapa de incertidumbre. No tenía claro ni quién era yo, ni qué quería, ni hacia dónde estaba dirigiendo mi camino. No me servían ni la autoayuda ni los sicólogos ni las películas filosóficas. Pero me sirvió Hermes. Básicamente, detalla siete principios universales que le dan sentido a todo. El Kybalión es sabiduría de la más antigua. Y hoy, que vivo un estado de profundo bienestar, me acuerdo y agradezco a todos los maestros que me he encontrado en el camino.

martes, 25 de enero de 2011

Cuando el viento desapareció, de Hernán del Solar

Lo admito. Busqué resúmenes de la historia en internet para ordenar mis ideas, pero no encontré nada aparte de los comentarios de miles de personas pidiendo resúmenes. Y eso que debo haber leído este libro unas cinco o seis veces, claro que hace más de diez años que ni siquiera sé dónde está. Tampoco sé si es famoso, o si las críticas son buenas. Pero sí tengo clarísimo que me encanta. Me encantaba, por lo menos.

El protagonista es un hombre joven que, a diferencia de la mayoría de los de su edad, no está interesado en las fiestas y socializar, sino en los estudios. Le gusta leer. Es pobre, pero no tanto. Austero, más bien. Vive con su maestro (o su maestro llega cada cierto tiempo para enseñarle distintas lecciones de vida, no lo tengo muy claro). Un día ve, a través de la ventana, a un grupo de mujeres riendo y jugando con unas flores en el pelo al lado del mar. Y obviamente se enamora de la más linda. Después de esto va a una fiesta que tiene lugar todos los años - algo pasa con un toro - y descubre que esta chica es la hija del gran empresario que domina la economía del pueblo. 

Resulta que el señor millonario tiene una flota de barcos. Lo que hace el protagonista (su nombre empieza con D y me gusta mucho, pero no me logro acordar cuál es exactamente) es que detiene el viento para que los barcos no lleguen a puerto. Algo como: no puedo tener a tu hija, no puedes tener tu imperio. Al final, él aprende una gran lección (como que la vida tiene que vivirse en la calle y no entre libros) y el viento vuelve a aparecer. Fin.

No sé por qué, pero llevo varios días pensando en esta historia. Es linda. Y si encontrara el libro, no dudaría en comprarlo de nuevo. Hernán del Solar la lleva. 

viernes, 21 de enero de 2011

Cartas del diablo a su sobrino, de C.S. Lewis

Siempre me he preguntado el sentido de la vida. No entiendo mucho esto de nacer, crecer y morir. Menos cuando la vida se pasa encerrada en una oficina de nueve a seis, de lunes a viernes, sin aprovechar las horas para disfrutar el sol o la lluvia o los cerros o el pasto.

Cuando estaba en el colegio, y hasta un poco después de salir, fui muy católica. Iba a misa los domingos, cantaba en el coro de la parroquia y en matrimonios, rezaba todas las noches antes de dormir y usaba mi cruz de madera en la muñeca derecha como si fuera un talismán contra los demonios que me perseguían en sueños. Como si algo me hubiera podido defender de mis propios miedos.

Los años, la vida, las noticias, me hicieron dejar la iglesia y perder la fe en un Dios bondadoso y todopoderoso que tomaba demasiadas decisiones arbitrarias. Conocí otras varias religiones y filosofías, me acerqué a los Hare Krishna por mi hermano, a los judíos por un ex pololo, a los sikh por una amiga, a los budistas por libros. Hasta a los testigos de Jehová los leí, y eso que con ellos sí que no comparto nada.

Aunque Jesús sigue siendo mi preferido, nunca más encontré una religión. No es que no crea en Dios. Siempre he sido creyente. Tengo la certeza de una fuerza superior a todo, de la energía del amor que hace que el universo exista y coexista con tantos otros. Me gusta saber que todo es perfecto tal como es. Aunque haya propósitos superiores que no entiendo. Que no pretendo entender tampoco.

Leí "Cartas del diablo a su sobrino" cuando tenía como catorce años. Si bien no podría hacer un resumen de la trama, porque no me acuerdo mucho de qué se trata, sí llevo grabado el mensaje final: la muerte existe para que la vida tenga sentido. Nacemos para morir. Recordar eso siempre me tranquiliza.

lunes, 17 de enero de 2011

El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry

Tengo 26 años. Para algunas personas es poco. Para mí, a veces, es demasiado. Cuando yo era chica siempre pensé que a los 26 años iba a haberlo logrado todo. Un marido, una casa, un trabajo que me gustara de verdad, muchos viajes, un par de hijos. Como si la vida entera tuviera ese único objetivo. Crecer. Y resulta que tengo 26 años y estoy casi donde mismo. A veces me siento como si todavía tuviera 10. O 13. O 20.


Yo sé que todo el mundo ha opinado millones de veces sobre El Principito. Sé que está compuesto por un montón de clichés baratos y frases fáciles, como que sólo se ve bien con el corazón. Pero hoy necesito clichés. Me siento cansada y un poco triste. Aburrida.Desencantada. Necesito volver a creer que el mundo es un buen lugar. Necesito escuchar que lo que más embellece al desierto es el pozo que oculta en algún sitio - y que ojalá, de paso, me digan cuál es ese sitio.

La primera vez que leí El Principito debo haber tenido siete años. Nunca logré ver el elefante dentro de la serpiente, pero puedo decir a mi favor que tampoco vi el sombrero. Desde entonces, las rosas pasaron a tener un valor especial y los zorros a ser animales que hablan. Pero lo que más me gustó del cuento fue la dedicatoria. Todavía hoy, cuando pienso en los rumbos que toma mi vida, la vuelvo a leer. Siento que soy de las pocas personas grandes que recuerdan que antes fueron niños. Y eso me hace bien.


"A LEÓN WERTH

Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona grande. Tengo una seria excusa: esta persona grande es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona grande puede comprender todo; incluso los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona grande vive en Francia, donde tiene hambre y frío. Tiene verdadera necesidad de consuelo. Si todas estas excusas no fueran suficientes, quiero dedicar este libro al niño que esta persona grande fue en otro tiempo. Todas las personas grandes han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan.) Corrijo, pues, mi dedicatoria:

A LEÓN WERTH
CUANDO ERA NIÑO"

(Antoine de Saint-Exúpery)

martes, 4 de enero de 2011

El niño que enloqueció de amor, de Eduardo Barrios

Siempre he creído que uno puede enloquecer de amor. En serio.
Y hace un tiempo lo comprobé de manera empírica.

Yo estaba a punto de casarme - quedaban menos de dos meses para mi hora en el registro civil - cuando conocí a J. Y me enamoré. No lo pude evitar. Fue verlo y darme cuenta de que el mundo tenía un sentido distinto, aunque fuera absurdo y casi imposible, y, sobre todo, aunque ya fuera feliz tal como estaba. Pero el universo quiso otra cosa. Cómo decir que no. Han pasado casi dos años, y estoy cada día más segura de que no me equivoqué. Enloquecer de amor es como poder comerse todo el chocolate del mundo y saber que nunca se va a acabar. Como despertar todas las mañanas y que siempre sea sábado.

Es cierto que para el niño de la historia no es así. Angélica no puede amarlo de vuelta. Es la representación del amor utópico, imposible. Nadie lo quiere de verdad. Yo creo que al final el niño enloquece de desamor. Y aunque sea un libro triste, me gustan los libros tristes. Me gusta la nostalgia. No sé por qué.