viernes, 25 de febrero de 2011

Orgullo y prejuicio, de Jane Austen

Siempre he sido romántica. A pesar de que pasé gran parte de mi adolescencia (y quizá un poco más) soñando con convertirme en la versión mejorada de la mujer moderna a la que no le gustan los caballeros ni las rosas, al final ganó la ilusión más de una vez. Y eso que nunca había leído a Jane Austen. Estaba segura de que la iba a encontrar demasiado mamona, pasada de época, fome. Pero no podría haberme equivocado más.

Amé a Jane Austen. Sus descripciones de la sociedad inglesa son alucinantes, expresa las emociones tan detallada y simplemente que es imposible no conocer de verdad a los protagonistas de las historias y anhelar pertenecer a esa época donde el amor se sentía tan intenso y tan de lejos. En particular, me gustaron Elizabeth y Darcy, y la intrincada red de acontecimientos que los guían en su relación durante todo el libro. No se trata sólo de una historia de amor tonta y sin sentido. Se trata de peleas familiares, problemas cotidianos, reconciliaciones y afectos que no tienen nada que ver con el siglo en que se viva. Existen siempre.

Leer "Orgullo y prejucio" me hizo sentir profundamente. Me dio pena y risa, ganas de reencantarme con los bordados y las pinturas, de volver a crear, a escribir, de andar a caballo por el bosque, de mirar la lluvia por la ventana suspirando. Doy gracias a Austen por ese respiro de inocencia y paz que tanta falta me hacía.

jueves, 24 de febrero de 2011

Mil grullas, de Yasunari Kawabata

A veces el tiempo pasa demasiado rápido. A veces los libros también.


En mi despedida, la Maga y la Nacha me regalaron "Mil Grullas". Nunca había leído a Kawabata, lo leí recién llegada al sur, y me gustó. Tiene eso de dejar los finales abiertos y las historias a medio contar, y de mezclar realidad y fantasía que hace que no pueda describir de qué se trata - ¿amor, nostalgia, odio, rencor, venganza? - porque quizá se trata de todo un poco.

Me hubiera gustado poder leer más tiempo la misma novela. Que no se acabara tan rápido. Mi vida ha dado de nuevo un giro importante, y me hace falta la certeza de que algunas cosas se mantienen. Que no todo cambia siempre. En otra casa, de otra ciudad, sin un trabajo estable todavía, sin conocer a nadie, sólo tengo a mi novio. Los días que me quedo sola, leo un poco y camino mucho. Miro el lago y los volcanes y sé que están ahí desde antes que yo llegara y ahí van a seguir después de que yo me vaya.

Supongo que de eso se trata la vida.

jueves, 10 de febrero de 2011

Papelucho, de Marcela Paz

Hoy me despedí de Santiago. Anduve en micro hasta Vicuña Mackenna, caminé por el Parque Forestal, me tomé un helado de miel de ulmo en el Emporio La Rosa y cuando llegué a Lastarria compré un Papelucho usado, bien viejo. Una edición de 1986 que era de Paula Gatica A. O por lo menos eso dice en la primera página, en lápiz azul con letras redondas.

Los libros de Marcela Paz deben haber sido los primeros que leí en mi vida. Todavía hay frases notables de algunos que me sé de memoria, como el principio de Papelucho en la clínica - "Por culpa de Casimiro casi muero" - o parte de mi hermana Ji - "Antes, cuando era chico, quería tener una hermana menor para poder mandarla. Pero ahora que la tengo me arrepiento". Papelucho hacía y decía cosas divertidas, hablaba un poco raro y me gustaba (me gusta) por su estilo sencillo y directo.

Hoy caminé desde Seminario hasta Lyon por Providencia, con lluvia y música, pensando en que hay tantas cosas que quizá no voy a hacer nunca más. Entré al café literario, me subí a mi árbol preferido y miré mucho rato el departamento donde viví tanto tiempo y tantas cosas. La nostalgia es tan tonta y tan mía. Tan inevitable ahora. Por eso compré Papelucho. Por eso lo voy a releer, y de hecho, lo releo mientras escribo. Porque si algo me ha enseñado la vida es que lo bueno hay que repetirlo todas las veces que se pueda.

jueves, 3 de febrero de 2011

Mala onda, de Alberto Fuguet

He leído harto a Fuguet, en distintos momentos de mi vida. A veces me ha gustado, a veces no. Pero hoy en la micro venía pensando en qué voy a echar de menos de Santiago, la ciudad que me vio nacer y crecer, y me acordé de este libro.

Puede que Santiago sea esencialmente un lugar mala onda. Las personas no se saludan en la calle, se empujan en lugar de hacer fila y apenas pueden atacan a las promotoras para que les regalen cualquier cosa. Está lleno de edificios y de autos y de tacos. Pero hay detalles de Santiago que me encantan. El parque forestal, por ejemplo. El árbol que quedaba justo frente a mi departamento en Providencia al que me podía subir a escuchar música y llorar. El café Mosqueto. El Patio. Las galerías de libros usados entre Manuel Montt y Salvador. El centro. El cine arte Alameda.

Cuando leí Mala Onda la primera vez debo haber tenido trece años y me cargó. Lo releí mucho después, a los veinte, y me encantó. De hecho, me gustó tanto que empecé a buscar el City Hotel sólo para ver la fachada. Eran las once de la mañana cuando lo encontré y no me dejaron entrar al bar. Después desapareció.

Al final, sólo escribí de este libro para poder escribir de Santiago. Algo. Lo que pienso a tan poco tiempo de partir.