viernes, 4 de noviembre de 2011

Cuando Hitler robó el conejo rosa, de Judith Kerr

Es increíble cómo vivir en una ciudad chica, alejada de todo, puede hacer que se olviden tan rápido los grandes problemas de la humanidad. Y no sólo de la humanidad. También del país, de Santiago, de la familia. Porque claro, es distinto cuando uno está ahí, viviendo con los problemas, respirándolos y tragándoselos todos los días.

Desde acá, a más de mil kilómetros, resulta fácil distraerse. Dejar de pensar en los motivos de los estudiantes para armar barricadas en las avenidas, y en las marchas por la diversidad, y en los asaltos, asesinatos y enfermedades. Es fácil quedarse en cambio con la mirada fija en el atardecer y los volcanes, en el lago tan quieto, en la lluvia fuerte aunque casi sea verano. Sentir en lo más profundo la paz. Volver a dormir tranquila. No sé si será mejor o peor para la conciencia universal. Sí sé que en medio de esta calma puedo leer a veces más de un libro al día, puedo retomar mis sueños de infancia, puedo perderme en las calles de tierra en mi bicicleta y ser inmensamente feliz. Puedo caminar con mi marido por la playa y hacer picnics en el bosque y ver programas fomes en la tele porque no necesitamos nada para sentir que la vida tiene sentido. Basta con estar juntos.

¿Por qué pienso en esto ahora? Porque leí "Cuando Hitler robó el conejo rosa" y entendí perfecto a Anna cuando se dio cuenta de que ser refugiada no era tan malo si es que se mantenían unidos. No importa si el cielo y el infierno se suceden para siempre en nuestras vidas. Lo importante es tener con quien enfrentarlo todo.

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